Mi actividad docente y formativa se ha ido desarrollando paralelamente en la empresa y en la universidad. En estos dos contextos, aunque con diferentes propósitos, hemos promovido la implicación activa del aprendiz para construir conocimiento. En las empresas, la formación práctica ha sido una condición sine qua non, lo cual no podría entenderse de otro modo. La capacitación y el entrenamiento de competencias profesionales han demandado intervenciones orientadas a la práctica, donde los participantes aprenden haciendo, a veces a costa de una mayor reflexión sobre la propia experiencia. Sin embargo, priorizar el “hacer” no siempre es garantía para construir nuevos significados desde la experiencia y, aunque nos haya proporcionado amplias ventajas en el pasado, puede no ser suficiente para desarrollar habilidades complejas en entornos mucho menos estables.

La formación práctica no necesariamente implica aprendizaje experiencial. Por otro lado, los métodos participativos, los roles, los ejercicios, los casos o las prácticas de distinto tipo pueden utilizarse de manera prescriptiva como un medio para encajar la experiencia, más que como un medio para explorar e investigar desde la experiencia. Me refiero a una manera “prescriptiva” cuando el carácter de la exploración está limitado a lo que hay que descubrir, cuando partimos de algo previamente determinado y acotado a enseñar, y consecuentemente algo que ha de ser aprendido. Podemos entonces diseñar, impartir, contratar o participar de una formación práctica, pero bastante alejada del aprendizaje experiencial.

Como educadores de personas adultas, podemos organizar los procesos de E-A de distintas maneras y, desde luego, planificamos muchas cosas en términos de qué sería útil saber, saber-hacer, conocer o ser. Pero sobre todo planificamos procesos, creamos las condiciones para favorecer cambios y transiciones en el aprendizaje. Lo que no podemos determinar o planificar son los productos finales, o al menos no podemos decir que eso sea aprendizaje experiencial, aunque pueda ser formación práctica. De aquí se deriva un enfoque crítico hacia la enseñanza por objetivos como productos finales, pero también el vacío en el que pueden caer las competencias si son un sustituto de aquellos y prescriben comportamientos y habilidades sin atender a esos procesos y transiciones en el aprendizaje.

Entonces, ¿cuáles serían los principios de la metodología experiencial? ¿En qué se diferencia de la formación práctica?

Dewey planteó las mejores respuestas a estas y otras cuestiones. Lo hizo explicando en qué consistía la experiencia y cómo debería ser esa experiencia para proporcionar un aprendizaje transformativo. Él mismo alertaba de la importancia de distinguir lo que son experiencias educativas de lo que no. Creo que hay que mantener hoy día esa alerta, pues no toda práctica formativa es experiencia educativa, ni todos los programas de desarrollo profesional y/o crecimiento personal, emocional, espiritual… que utilizan la experiencia del participante y del grupo proporcionan este tipo de experiencias.

A partir de los principios que propone Dewey con relación al tipo y calidad de la experiencia educativa, bien podríamos decidir acerca del valor de muchos programas. No me extenderé en describirlos, pero sí en algunas de las implicaciones que se derivan de ellos para distinguir entre formación práctica y aprendizaje experiencial.

Considero que el aprendizaje experiencial ayuda a dar sentido a la experiencia en tanto que crea en la persona adulta posibilidades y recursos para aprender y dirigir (autodirigir) distintos tipos de cambios. Pero aquí, a mi juicio, han de atenderse al menos dos aspectos que una intervención centrada en los procesos y transiciones en el aprendizaje debería proporcionar. El primero se refiere a dejar espacio para elegir la dirección de esos cambios y promover la reflexión crítica de los educandos sobre los asuntos tratados y más aún sobre su propio aprendizaje. El segundo y no menos importante: el trabajo con la experiencia de los educandos no busca cambiar lo ocurrido.  Sin embargo, trabajando con la experiencia podemos cambiar el pensar y el sentir acerca de ella, siendo ese proceso parte del dar sentido o significado a la experiencia.

Se podría pensar que esto es algo utópico o poco práctico. O bien que la menor dirección del formador acerca de los productos finales pueda restar efectividad a la formación o acaso resultar ineficaz cuando se precisan resultados prácticos. Puede ser. Si lo que ha de aprehenderse o transmitirse es algo fijo y determinado, sobre lo que no se necesita investigar, explorar o reflexionar, muy probablemente no se necesite un proceso de aprendizaje. Una formación prescriptiva, y si se quiere práctica, será suficiente.  Pero si lo que buscamos es ir más allá de las respuestas dadas, si creemos realmente en las personas para dirigir cambios en sí mismas y/o en los sistemas, las políticas, las estrategias o la cultura de la que forman parte, entonces necesitamos aprender e implicarnos en un proceso de aprendizaje desde la experiencia.

He querido hablar de los principios y no tanto de la manera de trabajar en el aula, donde habrá tantos matices como educadores. Personalmente cuando trabajo con adultos me gusta explicar los beneficios y los riesgos de esta metodología. La formación experiencial se estructura sobre la base de la experiencia del individuo y del grupo. Al empezar con la experiencia en vez de partir de teorías, modelos o procedimientos ya elaborados, estamos cambiando el orden de la secuencia con la que tradicionalmente hemos aprendido (me refiero formalmente). Esto a veces sorprende un poco, pues no hay algo acotado a aprender sino algo que emergerá de la experiencia personal y grupal y sobre lo que todos podemos trabajar -estructurando, ofreciendo feedback, reformulando, investigando y yendo más allá…

El aprendizaje experiencial, sin embargo, no es algo aleatorio, poco planificado o donde todo vale. Más bien lo contrario. Implica mucho trabajo previo y preparación; precisa investigación de las posibles transiciones en el aprendizaje con relación a la materia o asunto formativo;  supone también conocer las teorías y los modelos explicativos, no como algo acabado, sino como algo también construido y susceptible de evaluar, de poner en duda, de mejorar. Todo esto forma parte de la metodología experiencial orientada a promover la reflexión crítica de los educandos sobre su propio aprender y de los educadores sobre su propio enseñar.

Este proceso de aprendizaje desde la experiencia implicará distintos tipos de transiciones en el aprendiz y es lo opuesto a una formación improvisada, sin un plan. Pero además, el aprendizaje experiencial proporciona otros cambios, más allá de los contenidos del currículum, pues no hay que olvidar, como decía Dewey, que lo más importante que podemos formar es la actitud de desear seguir aprendiendo.[1]

 

Pilar Mamolar

www.globalcoach.info



[1] Dewey, J. (2004). Experiencia y educación. Madrid:  Morata.